lunes, 30 de julio de 2018

Basura en el cielo


Había un niño solo, sentadito en el campo. Había llorado. El sol caía, pendía de una raja en las nubes plateadas. Nadie lo veía. Nadie pudo apreciar que parecía hipnotizado. El testimonio fue de los árboles que él había soñado esa mañana, cuando despertó recordando que al sentir la presencia de todo ese pueblo de árboles se había dado cuenta que definitivamente allí no estaba solo. Pues bien, aquí llegaron entonces algunos retazos de aquellos testigos, que con leves palabras de viento y aire me han dicho que esa tarde el niño habló.
-¡Soy el Rey de las Caracolas del Tiempo!
-(Sonido de pájaros, de hojas llenas de viento)
-Hay basura en el cielo. ¿Eso tiene remedio? ¿por qué no puedo mirarlo sin llorar?
Dicen los árboles que el niño pasó esa tarde murmurando, hablaba con algo que a veces respondía sus preguntas, pero otras parecía que el niño hundía sus pensamientos en un manojo de lluvia interior. Esa tarde volvió a la casa despacio, pero antes le puso nombre a las hierbas, y hubo algunas que se llamaron Esperanza. Otras, con pequeñas flores de fino color, se llamaron Alientos, esa misma tarde. Al otro día lo olvidarían. No sabrían sus nombres. Porque el sol saldría para renovar la vida y él no deja tiempo para memorias de heridas. Porque la palabra humana se hizo de hiel, y lastima. Los árboles y las árbolas, aquellas sabias acacias que tuve el honor de escuchar una vez, me contaron que siempre lo esperan, que saben que el niño está creciendo allá lejos, que volverá para arrancarlas, que si el niño se pinta de amnesia las flores no vuelven, que el perfume secreto de los versos que ha dicho esa tarde todas pudieron sentirlo, esa brisa leve de ternura humana, en cada retoño de pureza respira…
Y si. Aquí guardo silenciosamente esta pequeña herida, que parece dorada y poblada de atardeceres. Nunca entenderé por qué mi herida es un tejido de memorias ni por qué cayó sobre mí la gran gentileza de aquellos seres del monte, que me han compartido el secreto, y yo ahora lo escribo con fe. Sospecho que un espiral nos abraza, que la esfera celeste ha tejido vasos comunicantes y hemos empezado, atardecidos, a tender la urdimbre para que se abra el lenguaje del cielo, y podamos limpiarlo con nuestra oración, para que el niño sonría nombrando a las flores, y les haga cosquillas cuando sale el sol.
d.