Siempre creí que
estabas lejos.
Temí lo peor. Pero
sentía tu respiración.
Algo me pasa esta
noche, que pienso en todo esto. Tal vez me embriagué con este vino barato, para
escaparme a otro mundo, para salir de mí. Porque no podía seguir tolerando el
ritmo idiota de la vida en esta ciudad que parece muerta. Sea como sea siempre,
aún mirándote frente a frente, tus ojos eran barrancos por los que se oía
trinar los pájaros más tristes y más suicidas que yo recuerde, y eso que te tenía
enfrente, deshilachando una vieja historia que antes del antes más anterior
seguramente había sido real, había sido buena, había sido linda. De todas
maneras no estás. No estabas cuando me lo contabas. Ni estás ahora, cuando
pienso que fácilmente puedo confundirme las alegres florcitas rojas de un
vestido con manchas de sangre que no coaguló. De hecho lo hago. Y se parecen.
No sé cuando sangro. No siento cuando la piel de mi alma se abre, nadie me
enseñó a hacerlo, debería saber percibir de qué manera duele el desgajamiento
del alma partida en varios pedazos. Pero no. Sigo adelante pensando que estoy
entera, y que mi alma, que nunca supe qué es, pero respira, es un alma
incólumne que permanece erguida frente a la desolación de la soledad. Que mi
alma no sangra, que mi sangre no mana. Son las cosas de la vida. Pero hay
momentos en los que por alguna razón se
escapa, y el vino se derrama en mis
ojos, entonces todo lo que se acomodaba en su lugar de pronto se pierde. Y por
donde se va la sangre escapa la comodidad, a veces por esa misma hendija se me
ha ido la sonrisa, o el mate de la mañana, o la capacidad misma de madrugar
para poder dar clases. Por esa misma ventana no he podido ver el bosque. Pero
borbotones de sangre ha manado, y yo ni mú. Yo sólo supe que estaba abierta.
Pero nada de olfato, sólo una leve intuición, es como un andar detrás de mí
misma, pensando que quizá en algún momento encuentre un diamante, o una
canción, o una llave, o un corazón. Cosas que se aprenden cuando una es niña. Hundida
en el silencio más enemigo y menos dramático, ese silencio de día miércoles,
hago un repaso mental de mi caída, y pienso que me decían, María Victoria Luna,
ella se cayó. Se calló. Se calló y se cayó. Cual si fuera una gota, que en su
mismo silencio cae por la desmesura de la tristeza que ya no se sostiene seca,
y debe mojar la piel, la gota cae y calla, como María Victoria, que hace de mi
vida un poco su propia historia, pero ella no soy yo, María es mi abuela, hace
apenas dos semanas supe su segundo nombre, que es Victoria y me gusta, me
enamora, gracias abuela, habitante de mi sangre, por morirme con tu grito
silencioso me has llamado a esta noche, a un paso de las tres de la mañana,
cuando las ánimas se despiertan a lo más oscuro del filo de la sombra, pero aún
en ese horror veré luz porque desde un pasado que vuelve rescato la expresión
de tu rostro cansado, por haber soportado el alcohol de Carlitos, por haberte
inmolado en tu hija que paría sus hijos, y sí, abuela, te moriste cuando yo
apenas era un retoño, aunque podría tener algún recuerdo pero no hay caso, que
no, pero se abrió una ventana adentro de tus ojos, fueron barrancos por los que oí trinar los pájaros
más tristes y más suicidas que yo recuerde.
d.
d.
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