miércoles, 18 de mayo de 2016

María Victoria Luna

Siempre creí que estabas lejos.
Temí lo peor. Pero sentía tu respiración.

Algo me pasa esta noche, que pienso en todo esto. Tal vez me embriagué con este vino barato, para escaparme a otro mundo, para salir de mí. Porque no podía seguir tolerando el ritmo idiota de la vida en esta ciudad que parece muerta. Sea como sea siempre, aún mirándote frente a frente, tus ojos eran barrancos por los que se oía trinar los pájaros más tristes y más suicidas que yo recuerde, y eso que te tenía enfrente, deshilachando una vieja historia que antes del antes más anterior seguramente había sido real, había sido buena, había sido linda. De todas maneras no estás. No estabas cuando me lo contabas. Ni estás ahora, cuando pienso que fácilmente puedo confundirme las alegres florcitas rojas de un vestido con manchas de sangre que no coaguló. De hecho lo hago. Y se parecen. No sé cuando sangro. No siento cuando la piel de mi alma se abre, nadie me enseñó a hacerlo, debería saber percibir de qué manera duele el desgajamiento del alma partida en varios pedazos. Pero no. Sigo adelante pensando que estoy entera, y que mi alma, que nunca supe qué es, pero respira, es un alma incólumne que permanece erguida frente a la desolación de la soledad. Que mi alma no sangra, que mi sangre no mana. Son las cosas de la vida. Pero hay momentos en los que por alguna razón  se escapa,  y el vino se derrama en mis ojos, entonces todo lo que se acomodaba en su lugar de pronto se pierde. Y por donde se va la sangre escapa la comodidad, a veces por esa misma hendija se me ha ido la sonrisa, o el mate de la mañana, o la capacidad misma de madrugar para poder dar clases. Por esa misma ventana no he podido ver el bosque. Pero borbotones de sangre ha manado, y yo ni mú. Yo sólo supe que estaba abierta. Pero nada de olfato, sólo una leve intuición, es como un andar detrás de mí misma, pensando que quizá en algún momento encuentre un diamante, o una canción, o una llave, o un corazón. Cosas que se aprenden cuando una es niña. Hundida en el silencio más enemigo y menos dramático, ese silencio de día miércoles, hago un repaso mental de mi caída, y pienso que me decían, María Victoria Luna, ella se cayó. Se calló. Se calló y se cayó. Cual si fuera una gota, que en su mismo silencio cae por la desmesura de la tristeza que ya no se sostiene seca, y debe mojar la piel, la gota cae y calla, como María Victoria, que hace de mi vida un poco su propia historia, pero ella no soy yo, María es mi abuela, hace apenas dos semanas supe su segundo nombre, que es Victoria y me gusta, me enamora, gracias abuela, habitante de mi sangre, por morirme con tu grito silencioso me has llamado a esta noche, a un paso de las tres de la mañana, cuando las ánimas se despiertan a lo más oscuro del filo de la sombra, pero aún en ese horror veré luz porque desde un pasado que vuelve rescato la expresión de tu rostro cansado, por haber soportado el alcohol de Carlitos, por haberte inmolado en tu hija que paría sus hijos, y sí, abuela, te moriste cuando yo apenas era un retoño, aunque podría tener algún recuerdo pero no hay caso, que no, pero se abrió una ventana adentro de tus ojos, fueron  barrancos por los que oí trinar los pájaros más tristes y más suicidas que yo recuerde.

d.

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