martes, 25 de julio de 2006

Una noche salimos a recorrer las callejuelas húmedas del puerto bonaerense,
no teníamos un rumbo fijo (si es que alguna vez lo tuvimos)
tampoco palabras de las que pender antes de la caída estrepitosa
de la luna irrefutable y su reflejo sobre nuestros pulverizados rostros.
Sólo caminabamos sin prisa livianos y fantasmalmente,
escurridos entre las baldosas rotas y el silencio
que mecían los escasos árboles languideciendo en la vereda rectilínea.
La liviandad de nuestros cuerpos sólo era quebrantada por nuestros pasos,
cortando al silencio que se adueñaba perseverante de la atmósfera.
Pasos rítmicos, uno, dos, cuatro, diez, crujientes suelas contra los adoquines y un hedor a resignación,
a no recuperar el aliento para conseguir una mueca de complicidad en el otro.
Daba lo mismo: caminar inmersos en una nube pesada de pensamientos etéreos
se parecía demasiado a una espera con gusto a desesperanza.
De esta manera estaba sellado el destino inmediato de nuestros cuerpos
(solamente de nuestra carne ajena):
continuar en el tiempo que restara con el ritual, fijando la mirada en el suelo,
o en el cielo, uniformes,
fusionados en un pálido gris viejo.
(D)
insisto: invierno

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