La inexorable inercia del movimiento cotidiano tiene una indiscutible cualidad:
ser blanda...muy blanda.
Dócil.
Ocultar la perversión de quien no se mueve, quien es empujado por su torrente, tras una máscara de carcelera benevolente.
Entonces suceden los grandes escapes por entre magníficos intersticios de diversas naturalezas, de formas inaprensibles: una mínima combinación de fonemas percibidos en una página de un diario matinal, un grito ahogado en un rostro de expresión vidriosa y dura, el eco de una canción girando en mi jardín dormido, la ciudad feroz, su seducción vestida de luces, de plazas siderales.
Cada resquicio brillando en la cotidianidad inerte se hace camino. Se hace morada en mi memoria y acertijo de mi deseo. Cada grieta por la que se filtra la esencia corta de la cáscara llamada vida, se hace a la anchura de la soledad que atesoro.
A ellos regreso en la vigilia, cuando los fantasmas del desconsuelo despiertan de su inmarcesible sueño. La memoria juega a no saber que son moradas, las anima y así es que se transtornan nuevamente y mutan incansables hasta el momento en el que un céfiro de olvido las duerma.
De cualquier manera la ganancia es doble e inmaculada:
La diaria inercia atraviesa los ventanales con una liviandad que la posa sobre mí imperceptible.
Y los ventanales pretéritos se confunden entre escape y construcción de un castillo cuyos cimientos transcurren mientras se los vive, y son simultáneamente cimientos de viajes hacia una morada teatral de mi memoria, de abstracción subliminal.
La inercia de mis días deja una estela lumínica que apaga al caprichoso letargo del mundo.
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