En algún lugar de La India, un hombre se dedicó con empeño a convertir un tronco muerto
en una mesita de patas enroscadas, anudadas para siempre.
Cuanto tiempo habrá estado tallando y cortando?
La lógica me dice que mucho más del que me imagino.
El resultado es admirable:
una mesa pequeña que con solo mirarla traslada mi mente hacia la historia
de un indio de gran talento, la historia de muchos hombres que dejan tatuada
su existencia en el mundo.
Se parece a la memoria que no tuve, a los lugares que nunca conocí.
Otro hombre viaja en el año 1970 desde el puerto de Bs. As
hacia la orilla perdida oriental.
Se encuentran.
Intercambian señas.
Intercambian objetos:
Un vino mendocino por una bonita mesita de luz recién terminada.
Se parece a la memoria que no tengo. A lugares que nunca conocí.
Me recuerda lo poco que vale un objeto y lo grandioso de su significado.
A que lo sutil, lo escondido, lo imperceptible,
es lo ùnico que cuenta.
Me recuerda al desequilibrio, a una balanza torcida.
Miro en mi living una mesa: veo a un hombre ¿triste?, a un hombre inalcanzable.
Un hombre que tatuó su existencia con lo poco que tuvo y fue inmenso, simbólico.
Historias que cuentan los abuelos.
Historia multiplicada en el tiempo,
reposando caprichosamente en un living del conurbano bonaerense.
Decidida a permanecer.